Un final de curso lleno de incertidumbres

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Lourdes Cardona Ribes Periodista

Como tantas otras escuelas en todo el país, este viernes en la escuela de mi pueblo, donde estudian mis dos hijos, celebramos la fiesta de fin de curso. Una celebración que este año será distinta. No porque la comida que compartiremos toda la comunidad educativa del centro será muy variada, no porque no habré podido ayudar tanto como quisiera con los preparativos mis compañeras de Junta de la AFA ni tampoco por los cambios que haga escuela para que sea todo un éxito… Este año, la fiesta de final de curso en nuestro país toma un carácter solemne porque supone el fin de la etapa escolar de nuestra pequeña, que ya no es tanto pequeña.

Como tantas otras madres, se me niegan los ojos de lágrimas cuando la miro y veo a la preadolescente en la que se ha convertido la persona que más me ha transformado la vida. Parece que fue ayer que me enteré de que sería madre por primera vez, que la tuve en brazos por primera vez, que la escuché por primera vez llamarme “mamá”… y ya han pasado casi doce años y apenas queda nada de aquel bebé tan lindo que veo en las fotografías de P3 (ahora I3).

Una curiosa mezcla de emociones me asaltan. Estoy feliz, orgullosa de la persona en la que se está convirtiendo: cariñosa, responsable, inteligente, valiente, buena persona y justa con sus compañeros… a veces un poco enfadadora (sino que se lo pregunten a su hermano pequeño…) , bastante terca (como todos los preadolescentes, me parece, que nunca responden a la primera) y un poco demasiado sufridora (en eso, como en tantas otras cosas, es digna hija de su madre). Pero también me da vértigo ver que se hace mayor tan rápido. Los hijos crecen más rápido de lo que nosotros, los padres, estamos preparados para soltarlos, para ir retirando poco a poco para que sean ellos mismos. Sólo deseo que los puentes que hemos, y todavía construimos sean invisibles en los ojos pero firmes y robustos para que pueda cruzarlos siempre que convenga.

Este junio dejará la escuela atrás. Cambiaremos una muy buena escuela rural con poco más de un centenar de alumnos, donde el profesorado conoce a la perfección a cada niño y su realidad familiar, por un instituto con ocho veces más de alumnado. Ambas estamos asustadas, pero intento que no se me note escudándome en las buenas vibraciones que me transmitió la directora del centro en la jornada de puertas abiertas. Sé que esta nueva etapa será tan o más estimulante que la cerramos. Que estará llena de oportunidades que le ayudarán a convertirse en adulta y le enriquecerán como persona. Son justamente estas circunstancias las que deben iluminar su camino.

Pero no es de extrañar que en la sociedad actual las madres estemos asustadas. Son demasiadas las noticias que escuchamos muy a menudo sobre agresiones sexuales a menores, en muchas ocasiones cometidas por otros menores de edad. En este contexto, resulta inevitable que, ahora que vemos cómo cambia el cuerpo de nuestras hijas, nos preguntamos si podemos hacer algo para mantenerlas al tabardo de este tipo de peligros. Como madre me estremece sólo de pensar que alguien pueda hacer daño a mis hijos, pero también que ellos puedan hacerlo a otras personas. Es mi obsesión educarlos en el respeto y la empatía hacia el resto de individuos, entendiendo que todos somos diferentes y que debemos aceptar que esto es así sin menospreciar a nadie. Quiero ofrecer herramientas a mi hija para que pueda defenderse (o pedir ayuda si es necesario) en una situación extrema y también las herramientas necesarias a mi hijo para que nunca llegue a sobrepasar líneas rojas.

Seguro que la inmensa mayoría de familias (por varias o complicadas que sean) comparte la misma preocupación. Pero algo nos ocurre como colectivo cuando las agresiones se repiten por todas partes. Necesitamos un cambio de rumbo para revertir la situación. Las mujeres levantamos la voz en apoyo de las compañeras maltratadas, las personas expertas lo exigen, las administraciones son conscientes de ello pero, de momento, nada cambia. Hay que mover ficha con urgencia.

Pero esta necesidad imperante parece que no lo es tanto para las personas que tienen en sus manos poner manos a la obra. La clase política parece más preocupada por mantener la silla y sus cuotas de poder que por dar con los problemas de la gente. Lo vemos aquí y allá después de las elecciones municipales. El país está lleno de tantos alcaldes y alcaldesas con proyectos de futuro definidos para sus municipios (créanme, hay) como de alcaldes y alcaldesas que sólo quieren asegurarse su futuro y el del partido político que representan. En toda Cataluña este 17 de junio se constituirán nuevos ayuntamientos siguiendo más intereses partidistas y/o personales que los de la ciudadanía que el pasado 28 de mayo les dio confianza. No en vano la abstención fue la clara ganadora. Es tan triste que resulta insultante. Y el 23 de julio, ¡a volver!



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